El día en que, en pleno confinamiento por la pandemia de la COVID-19,
se anunció la repentina y sorprendente muerte de Julio Anguita, comentaba con
una camarada lo difícil que me resultaría escribir un artículo como este. Han
pasado ya cinco años, y un sencillo podcast enviado a tiempo por un querido
amigo me devolvió las ganas de escribir sobre él. Entre otros motivos, porque
me vino a la memoria aquel lema, ideado brillantemente por Luis Carlos Rejón
para una campaña: “En junio, JULIO”.
Conocí a Julio en noviembre de 1996, apenas dos meses después de su
célebre discurso en la Fiesta del PCE, que en mi opinión marcó un antes y un
después en el rumbo del Partido. Para mí, un joven con inquietudes políticas
asentadas en el espectro del Partido Comunista de España, Anguita
representaba el modelo de dirigente comunista, al que yo admiraba cuasi con
fervor.
En aquel momento, él ya había sido casi todo: exalcalde de Córdoba,
secretario general del PCE, coordinador de Izquierda Unida, presidente de la
Fundación de Investigaciones Marxistas y del grupo parlamentario de IU-ICV, en
su condición de diputado en el Congreso. Pero, por encima de todo; era
maestro, profesión a la que regresaría tras abandonar la política motu propio.
Una renuncia que, después de su jubilación, trajo una nueva muestra de
ejemplaridad del político comunista: el rechazo a la pensión máxima del
Congreso, fijando únicamente sus emolumentos a los de la pensión de maestro.
Fueron lecciones de integridad.
Aún así, su figura nos dejó muchas enseñanzas más; entre las primeras,
aquella frase dirigida al Obispo de Córdoba, que simbolizaba la concepción de
Julio sobre la dignificación de la democracia burguesa: “Usted no es mi obispo,
pero yo sí soy su alcalde”. Anguita se marchó dejándonos un legado de
compromiso, ética y pulcritud.
Julio, era de una mente incansable, siempre analizando, reflexionando y
diseñando estrategias y propuestas sin concesiones al espectáculo. Amaba
escribir y, más aún, tenía cosas que decir. Sus libros eran auténticos manuales
para militantes de izquierda: defendían principios, reivindicaban el conocimiento,
la formación y la responsabilidad de estar a la altura intelectual de quienes
ostentasen el Poder, para poder transformar la realidad. Apostaba por la
reflexión, el debate sosegado y el análisis crítico, siempre unido a la acción
práctica (la praxis marxista), por encima de cualquier tipo de retórica vacía.
Enseñaba a no dejarse seducir por los halagos, a mantener la moral en tiempos
difíciles y a perseverar en la contienda política desde la lucha de clases.
Cada carta que enviaba era un acto político, ya fuese dirigida al obispo de
Córdoba, a Felipe González o a José María Aznar. Cada discurso suyo contenía
un programa; sus intervenciones parlamentarias eran lúcidas y contundentes.
Sabía que una idea, cuando es asumida por el pueblo, se convierte en fuerza
imparable. Por eso repetía insistentemente el lema: “programa, programa,
programa”. Tenía una visión optimista de la política. Para él, ni la historia se
detiene ni las injusticias permanecen eternamente sin ser cuestionadas.
Su pasión por la Historia le permitía citar con soltura a Teodorico, a la
Córdoba califal, a Galileo, a la Santa Alianza, la crisis del 98 o la Segunda
República. Pero no concebía la historia como una sucesión de gestas de
grandes hombres, sino como el relato de la gente común, de quienes sostienen
el mundo con su trabajo y su creatividad —como decía Marcelino Camacho—,
de quienes sufren la explotación y se organizan para cambiarla. De ahí que
titulase uno de sus libros, inspirado en Lucien Febvre, Combates de este tiempo.
Como una especie de Casandra, Anguita poseía una notable capacidad
de anticipar escenarios políticos: acertó en su crítica al modelo de Unión
Europea surgido de Maastricht, advirtió sobre la deriva de la socialdemocracia
hacia el social-liberalismo y defendió la jornada laboral de 35 horas como vía
para repartir el trabajo. Sus diagnósticos siguen siendo actuales: ahí está su
artículo “Son los nuestros”, sobre el 15-M, o su última entrevista sobre la
coyuntura política, donde volvió a demostrar lucidez.
Y es que, en Anguita, concurrían entrelazados varios factores; desde la
persona, las ideas o el mito:
- La persona:
Muchos le recordarán como un político de mirada firme y voz grave, capaz de
defender sus posturas con argumentos sólidos. Pero más allá del escenario
político, Julio era un hombre que amaba intensamente la vida: disfrutaba de la
amistad, la familia, las tertulias, el humor, el arte, el baile y la literatura. Su
compromiso con la justicia social impregnaba todo y daba sentido a su
existencia. Era un hombre íntegro, sin dobleces, con claridad de objetivos,
consciente de quiénes eran sus aliados y quiénes sus adversarios. Creía que los
principios son lo último que queda cuando todo lo demás se derrumba, y por eso
predicaba con el ejemplo. Rechazaba la demagogia y defendía que la política
debía ir siempre acompañada de ética, citando a Manolo Sacristán: “la política
sin ética no es más que puro politiqueo”. - Las ideas:
Su compromiso con la clase trabajadora y los sectores populares era absoluto.
Apostaba por la transformación social real, no por el simple relevo entre partidos.
Rechazaba la política convertida en espectáculo y veía al Partido como el
verdadero intelectual colectivo, apostando siempre por el trabajo en equipo.
Desconfiaba de las burocracias y del enquistamiento en los cargos, pues
consideraba que corrompen incluso los mejores proyectos; de ahí su defensa de
la limitación de mandatos y de la renovación de los órganos de dirección. Hacía
de la austeridad una bandera y proponía la rebeldía frente a la resignación. - El mito:
A pesar suyo, Anguita se convirtió en un símbolo para la izquierda. Bajo su
liderazgo, Izquierda Unida alcanzó su mayor presencia política desde la
Transición. Su claridad expositiva era tal que adversarios como Felipe González
rehusaban debatir con él en campaña. Cuando llamaba a mirar al PSOE de igual
a igual y a perder el complejo de inferioridad, no se trataba de una utopía,
aunque la prensa y el poder político reaccionaron con una campaña de
desprestigio sin precedentes: la acusación de “la pinza”, el calificativo de “profeta
iluminado” y otros ataques. Sin embargo, su honestidad personal e intelectual
desmontaba el tópico de que “todos los políticos son iguales”.
Este compromiso tuvo un alto precio. Su talla moral resultaba incómoda
para el sistema, que intentó desacreditarle de forma sistemática. El golpe más
duro lo sufrió en 2003 con la muerte de su hijo Julio, periodista, en la guerra de
Irak. En aquel momento, nos dejó otra de sus frases inolvidables: “Malditas sean
las guerras y los canallas que las apoyan”. Su entrega total a la causa social
afectó a su salud; su corazón, como los de tantos luchadores apasionados, pagó
la factura. Aunque no llegó al final dramático de Enrico Berlinguer, su retirada
dejó a la izquierda huérfana en la difícil travesía del nuevo milenio.
En definitiva, Anguita siempre mostró sencillez, serenidad y una firme
determinación por construir un proyecto emancipador para la humanidad. A
buen seguro, hoy, las callejuelas de la judería cordobesa echarán en falta su
figura, paseando a cualquier hora, solo o en compañía, conversando y
compartiendo su inagotable saber. Saludaba con calidez a personas de todas
las ideologías, porque se había ganado su respeto y su confianza. Sembró
honestidad y coherencia, regalando siempre lecciones de vida y política.