En los últimos años, mientras la llamada “democracia” burguesa se vacía de contenido y se convierte en mera gestión tecnocrática al servicio del capital, vuelven a flamear las banderas en las plazas, esta vez con un estrépito alarmante. No las impulsa el viento, sino un nuevo fervor reaccionario, el romanticismo de unas patrias caducas, resucitadas como espejismo ante el desconcierto social. A ese fervor se han adherido sin complejos sectores nostálgicos del franquismo y capas despolitizadas de la juventud. En medio del agotamiento del régimen del 78, se impone una pulsión regresiva que no mira al porvenir emancipador, sino al pasado autoritario: una sed de pertenencia acrítica, una necesidad de orden frente a un mundo cada vez más complejo. En este contexto, las banderas, los himnos y los símbolos excluyentes se presentan como verdades indiscutibles, apelando al sentimiento y no a la razón, buscando adhesión sin conciencia.
Lo advirtió Walter Benjamin al reflexionar sobre el fascismo: el verdadero peligro no está solo en su autoritarismo, sino en su “estetización de la política”. Hoy, en la era de los algoritmos y la propaganda digital, ese peligro resurge con fuerza: rostros nuevos con discursos viejos. Para muchos, no hay nada más estético que una bandera, más reconfortante que una patria abstracta que promete unidad y pureza en lo Universal. Pero esa patria es la antesala del totalitarismo: ofrece identidad a cambio de sumisión, comunidad a costa de la diferencia.
La patria convertida en refugio emocional reemplaza al compromiso político consciente, convirtiendo la actividad política en ritual vacío. Frente a una democracia burguesa que exige obediencia y negociación bajo los márgenes del capital, estas nuevas patrias ofrecen inmediatez, soluciones simples y una fe ciega en el orden. Como en los versos de Hölderlin, todo es “sagrado” y “absoluto”, es decir: incuestionable. Así, ese mismo idealismo reaccionario ha servido —y sirve— para justificar el exterminio, la represión y la guerra contra el pueblo.
El resurgir de la ultraderecha no es una anomalía ni una casualidad. Es el resultado de décadas de despolitización, de una democracia liberal incapaz de ofrecer alternativas reales a las mayorías trabajadoras. Se ha administrado el presente sin horizonte emancipador, sin pedagogía política, sin épica colectiva. El problema no es que haya banderas, sino que ondean vacías, sin contenido social transformador, sin derechos conquistados colectivamente que les den sentido. Una bandera que no representa justicia social es una amenaza. Y una patria sin clase trabajadora consciente y organizada no es una comunidad, sino una ficción peligrosa, al servicio de los intereses de las élites.
No necesitamos más símbolos nacionalistas, necesitamos más conciencia de clase. Menos himnos y más organización popular. No una patria idealizada, sino una ciudadanía crítica, activa, transformadora, que no espere redención de líderes carismáticos, sino que asuma su responsabilidad histórica en la lucha por una sociedad sin explotadores ni explotados.
Solo así derrotaremos a los nuevos salvapatrias, demagogos y charlatanes que convierten la política en un arma contra el diferente, el migrante, el pobre, el trabajador…
Este fenómeno no es exclusivo del Estado español, pero aquí adquiere un tono inquietante. España fue, durante la Segunda República y la Guerra Civil, ejemplo de una movilización popular por la libertad y la justicia social. Pero hoy, tras décadas de recortes, corrupción y desafección, con las instituciones cada vez más alejadas de la clase trabajadora, ese espíritu democrático de base se diluye. Se prometió que las nuevas generaciones serían más progresistas. Y durante un tiempo lo fueron. Pero tras la traición del régimen surgido de la Transición, que blindó privilegios y criminalizó la memoria popular, el desencanto ha dado paso a la resignación.
La novedad no es el descontento. En 2011, el 15M canalizó una crítica legítima al sistema, aunque sin una dirección política clara. Hoy, esa crítica ha perdido su raíz transformadora. No se pide una democracia para la mayoría, sino que se cuestiona si vale siquiera luchar por ella. La indignación se ha convertido en apatía; la desafección, en nihilismo. Y en esa tierra yerma crecen las alternativas autoritarias. Este giro no es anecdótico: es un proceso estructural, alentado por los medios del capital y el abandono de la izquierda institucional, que ha renunciado a construir conciencia y tejido popular.
Dostoievski retrató en Los demonios a una juventud rusa tentada por el nihilismo y el orden a cualquier precio.
Hoy, la juventud española —golpeada por la precariedad, la vivienda inaccesible y la falta de futuro— cae en una trampa parecida: no con bombas, sino con algoritmos; no con panfletos, sino con reels y likes. El primer factor es ideológico: la juventud no cuenta con formación política sólida, ni se le ha transmitido la memoria de las luchas obreras, ni el antifascismo, ni la historia del movimiento comunista. El sistema educativo capitalista ha eliminado toda pedagogía crítica. Y en ese vacío, la derecha gana terreno.
El segundo factor es el terreno material: la precariedad se gestiona sin horizonte. Los partidos de extrema derecha, como VOX o los nuevos experimentos reaccionarios, ofrecen una falsa salida al caos del sistema. Critican el parlamentarismo liberal, sí, pero no para superarlo, sino para sustituirlo por un orden autoritario al servicio de los poderosos. Usan un lenguaje emocional y sencillo, que triunfa en redes sociales, especialmente entre los varones jóvenes. Así construyen una comunidad ficticia, homogénea y excluyente. Pero no ofrecen emancipación, sino obediencia. No libertad, sino sumisión. No futuro, sino retorno a un pasado de privilegios para unos pocos y servidumbre para el resto.
Debemos entender que la juventud no eligió este panorama. Ha nacido en un sistema podrido que no le ofrece herramientas para cambiarlo. Si no se les da otra narrativa, otra formación, otra semántica política, seguirán confundiendo el ruido con la verdad, la patria con el orden, la bandera con el destino. Solo una intervención decidida desde el campo popular puede revertir esta deriva.
Porque la democracia no es un regalo ni un legado automático: es una conquista diaria. Y solo una democracia obrera, socialista, que responda a las necesidades del pueblo y no a los intereses del capital, podrá resistir los embates del neofascismo. Como dijo Gramsci, la batalla cultural es clave: no para conservar lo existente, sino para construir hegemonía desde abajo. Defender los valores de igualdad, justicia y solidaridad cuando no son rentables, cuando no son populares, es la verdadera tarea de quienes luchamos por una sociedad nueva, sin clases, sin explotación o banderas vacías.